Cuando la temporada iba a comenzar, los creadores de la
serie, David Benioff y D.B. Weiss
dijeron que era la mejor temporada que habían creado, que era la mejor y
simplemente “sólida”. Estas palabras son parte de una expectativa inmensa, casi
desmesurada, de lo que vendría con el nuevo año de la serie más popular del momento.
Tal fue la emoción que esa afirmación inicial se fue perdiendo con el
transcurso de la temporada, hasta hacer las intenciones de la serie un poco
confusas, casi decepcionantes, por el manejo acelerado de las historias sin
detenerse en motivaciones o razones de acciones específicas que avanzaban a una
rapidez increíble.
Porque Game of
Thrones tiene que seguirle la pista a todos sus personajes, más aún si se
encuentran tan separados unos de otros. Pero no deja de ser alarmante cuando se
olvidan y regresan por mero propósito de avanzar la trama o por continuar su
historia sin estar ligados a la temática amplia del episodio o, siquiera, de la
temporada misma. Y es ahí que surge un dilema —al menos en mí— sobre el aspecto
que se le debe prestar más atención de la historia general ante el plan de la
temporada y de cada episodio. En Game of
Thrones solía ser un repaso, un seguimiento y continuidad, para luego
adentrarse en los temas más específicos, repartidos en las diez horas anuales
de la serie. Temas que vienen directo de los libros y que son más fáciles de
tratar en la serie: relaciones políticas, honor, fe, venganza, lealtad, traición,
conquista, nuevos comienzos.
Durante su tiempo al aire, es imposible no alabar los
diferentes aspectos que Game of Thrones
posee en su construcción narrativa, sus conceptos y excelente producción. Hay
cierta grandiosidad en la elaboración, no solo de escenarios y locaciones de
todo el mundo, sino en las historias que unen a todos los reinos de Westeros. Cada
conversación puede llevar a alianzas, consecuencias o repercusiones que son
parte de un vasto universo interno que funciona con sus propias reglas, pero
unas que no deberían dejar de seguirse dentro de los parámetros que la serie
misma se ha impuesto; y más aún, dentro de las características propias de una
serie de televisión (en las cuales está, ante todo, contar una historia
envolvente).
Pero algo pasó este año. Todas esas cualidades parecieron
haberse desgastado.
Tomemos, tal vez, el ejemplo de los dos episodios finales y
su diferente construcción narrativa y conceptual. Aunque ambos sean
espectaculares por sus momentos de impresión, impacto o emoción, por mucho, The Winds of Winter (el final de
temporada) tiene un mejor manejo de sus temáticas, paralelismos y
contraposiciones entre sus historias. Ahí, a pesar de que el episodio se cae a
ratos con varios atajos (a los cuales ya volveremos), la serie logra, en los
primeros veinte minutos, su clímax más increíble con una de las mejores
secuencias que ha tenido, logrando fácilmente la ansiedad y tensión claves para
hacer la experiencia más intensa de lo que normalmente es. La explosión del
edificio que elimina a tantos personajes es una clase magistral en construcción
de una escena, en edición, musicalización y hasta en actuación. Son detalles
clave que vienen, en gran parte, del ingenio del director del episodio, Miguel Shapochnick, quien cambia, en
ese montaje, un poco el ritmo acostumbrado de la serie. Brillante.
No sucede lo mismo en Battle
of the Bastards (aunque también tiene la excelente dirección de Shapochnick),
que obliga un poco su narración para poder tener un motivo que justifique el
enfrentamiento armado y culmine con una catarsis que satisfaga al espectador.
Pero los atajos para llegar a eso hacen que el resultado se vea como una manera
forzada de evitar prolongar historias que se comenzaban a sentir ya repetitivas.
Entonces, se percibe una casi obligación de la serie de tener o crear un
momento, digamos, “épico” que emocione y culmine siempre en su noveno episodio.
Cosa que no está mal del todo, pero las razones y motivos de esta batalla
específica salen de la nada para eliminarlas de inmediato y poder continuar con
los personajes que importen más (sí, aquí me refiero al pobre de Rickon Stark, que viene y va sin una sola línea de diálogo).
Vuelve mi dilema: si lo bien construidas que están varias
secuencias individuales o las emociones sentidas en un solo instante hacen que
un episodio sea bueno, ¿para qué el resto de la temporada? ¿Cómo determinar la
calidad de Game of Thrones si se
quiere basar solo en momentos grandiosos en lugar de personajes que nos
importen y su —orgánica— evolución? ¡Ellos son los que estarán en esos momentos
grandiosos!
Ahora bien, ¿se benefició la serie al no tener más material
que adaptar de los libros? Fácil: Sí y no. Las sorpresas ahora son colectivas y
atrapan hasta a los lectores que se sentían en cierta posición de poder al
saber lo que sucedería (no en qué momento, eso sí). Pero los escritores parece
que se han apresurado a mover las piezas hacia un objetivo final o encuentro
grandioso por el anuncio de que a la serie le quedan unas dos temporadas más de
vida. Ahí es donde el subtexto que tan bien la caracterizaba se perdió: ¿acaso
la serie no podía conseguir la profundización de personajes por sí solos, sin ayuda
de los monólogos internos de los libros? Parece desalentador pensar que el
apresuramiento de crear un “tercer acto” o conclusión satisfactoria con lo que
le quede de vida —y la necesidad de incluir cada vez más espectacularidad que
antes— tenga como consecuencia las bases que la hicieron la gran serie que
comenzó ya seis años atrás: una historia universal de un mundo imaginado que
abarque aspectos enormes de una sociedad a partir de las pequeñas historias de
aquellos que las conforman. De lo pequeño a lo grande.
Entonces, ¿qué hace
buena a Game of Thrones? Me dirán, tal vez: Sus detalles técnicos. Las
actuaciones que nos hacen amar u odiar a un personaje. Los temas y subtemas que
maneja. Las maquinaciones políticas o de conquista que, por alguna razón,
emocionan a todo el mundo. Las batallas o asesinatos de carácter “épico”.
A lo que yo les respondería: Sí, todo eso, pero ¿solo las
batallas y asesinatos? ¿Y las conversaciones que reflejan la sociedad como un
espejo de nuestra humanidad? ¿Y los enfrentamientos entre el poder ambicioso y
la valentía patriótica? ¿Y los detalles de venganza o, incluso, de magia que envuelven
al espectador que entra al genial mundo de Westeros?
¿Y el disfrute semanal de emoción
colectiva que ninguna otra serie logra con una audiencia de tal magnitud?
Ustedes dirán.
Tal vez sea fatiga personal; tal vez sea la exagerada
atención que recibe ahora de tantas personas que la colocan en un pedestal, sin
dar campo a la conversación o discusión que puede estimular con el análisis de cada
episodio semanalmente (lo cual, por suerte, es vital con esta serie: la
deconstrucción individual). De igual manera, los méritos están ahí y no se le
pueden negar. La cosa es que, al menos en esta temporada, son más a nivel
técnico que en el desarrollo de su historia.
Con todo, no pierdo la esperanza en lo que vendrá. Pero es
importante notar las fallas y dejar que acontezcan en la pantalla para, así,
tener un disfrute más interesante de la serie. No hay que engañarse: a todos
nos encanta verla, me incluyo en la emoción semanal; sin embargo, no hay nada
de malo en reconocer que no es perfecta, que tiene sus defectos y que eso no le
quita que sea un programa muy bueno y digno de ver.
Entonces, es tiempo de que Game of Thrones comience su
“tercer acto” para terminar, de nuevo, en imágenes de grandeza y
espectacularidad, ojalá y con momentos, también, de delicado manejo de sus
personajes y las motivaciones que lleven a la grandiosidad de ese inevitable
final que está más cerca de lo que muchos quisieran reconocer.