martes, 31 de marzo de 2015

House of Cards: tercera temporada


Durante el séptimo episodio de la tercera temporada de House of Cards, “Chapter 33”, Frank Underwood, ahora presidente de Estados Unidos, se detiene a recordar que unos monjes tibetanos estaban haciendo un mandala de arena en medio del pasillo. Ellos estuvieron varios días trabajando en un diseño a mano que sería luego deshecho, mezclado y tirado al río como símbolo de purificación. Pero esa supuesta purificación del matrimonio de los Underwood es fácilmente pasada por alto y recordada en una simple fotografía del arte arenoso.
Quería hacer la comparación de ese detalle con la serie misma: esa poca atención y volatilidad de los monjes que quedó evidenciada es lo que se puede decir de la serie misma; cuando uno se dio cuenta, ya había terminado la temporada y nada muy relevante había sucedido, con el argumento o los personajes. Queda apenas una imagen superficial de lo que pudo haber sido.
En general, House of Cards es un continuo rotar de historias poco interesantes y personajes apenas funcionales. Los mejores —o los menos peores— episodios de la temporada son el 11 y el 12, donde se presenta un debate presidencial bien filmado y escrito (ahí, los movimientos de cámara y cortes de Agnieszca Holland funcionan bien y resultan en imágenes menos monótonas), y donde Claire Underwood se da cuenta que no ha sido más que una pieza para hacer llegar a su marido al poder. Pero no es recompensa suficiente para diez largos y poco importantes episodios antes de eso. La construcción narrativa hace que estos volátiles guiños de calidad sean salidos de la nada, sin un proceso orgánico que los haya precedido.
Con personajes secundarios apenas importantes, ninguno tiene un ápice de profundidad fuera de ser una extensión de la trama para Frank Underwood, ni siquiera Claire se salva de formar parte de una maquinaria que gira alrededor de él. Ella misma se da cuenta, pero ya es muy tarde porque la temporada entera se fue en meras miradas y sonrisas falsas de la actuación aceptable de Robin Wright. En cambio, Kevin Spacey, tan alabado por todos, termina siendo repetitivo y hasta insoportable con su interpretación; el actor está cómodo con su papel y no se molesta en llevarlo a diferentes niveles de profundidad, ni siquiera cuando el guion se lo permite, que no es más de un par de veces.
Podría parecer todo parte de un plan más grande, pero si solo se tiene un par de episodios con un poco de tensión y desarrollo narrativo, ¿cuál es el punto de hacer tantos antes de eso? Es el regreso a mi constante queja del modelo Netflix: esa manera de ver una temporada de una sola vez (el ya popular “binge watch”) le quita cualquier gracia a ver un programa de televisión. Pero si somos sinceros, ni siquiera así se sostendría este —a veces risible— drama político.
House of Cards es serie pretensiosa. No es compleja, ni complicada; la mayor parte del tiempo es, más bien, aburrida. Su supuesto y falso “pedigree” viene de la emoción que se tiene por un fin de semana para luego, durante el resto del año, olvidar que existe. Y eso, sinceramente, es un alivio.  

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